La camarera de Artaud: bonus track : rumiar la biblioteca

lunes, 3 de marzo de 2014

La camarera de Artaud: bonus track


A punto de viajar a la Villa del Libro tres años después de la publicación de La camarera de Artaud, despliego mis apuntes y retazos sueltos y desaprovechados, los hilos cortados de la narración, el cajón de recuerdos de cuando mi primera novela andaba en gestación, y doy con uno de ellos que reproduzco más abajo a modo de bonus track. 

Y también pienso en esa lectura que todavía anhelo, en ese lector que también soy yo y que la impaciencia del rumiar me ha arrebatado: La camarera de Artaud es sobre todas las cosas una biografía de Artaud encubierta, o para ser más precisa, una especie de introyección o identificación de la protagonista con ciertos aspectos de la biografía de Artaud. 

Bonus track o hilo deshilachado

Y cuando creía que estaba a punto de llegar, oí las voces gruesas de esos muchachos y deduje que había caminado en círculos. Me tumbé en el suelo y me camuflé con la vegetación. Con ellos estaba el granjero que más tarde reconocería como amigo de Philippe. Llevaba una linterna de mano y alumbraba al suelo y poco después vi que el de la escopeta y Benoît desenterraban una caja de madera y se pasaban unos a otros ciertos objetos que no alcancé a distinguir. Era evidente que andaban en cosas raras. La curiosidad era tan grande que en cuanto vi que se marchaban adentrándose en el bosque, los seguí a un par de metros de distancia. Media hora de camino nos separaba de la pequeña granja del hombre de la barriga. Entraron en un cobertizo que estaba junto a la casa sin encender la luz. Aquello me permitió acercarme hasta una de las ventanas y espiar lo que estaban haciendo. Se habían sentado en ronda y el del pañuelo sostenía una vela. Estaban mirando unos papeles impresos que no pude llegar a leer. El de la escopeta, que se la había quitado de la espalda y la había apoyado en una silla desvencijada, estaba eufórico y felicitó al señor de la barriga. Éste se puso de pie y apartó unas cuantas cajas con huevos, otras de cartón que parecían vacías porque las levantó con una sola mano, algunos trapos sucios y, por fin, descubrió la máquina en cuestión. Enseguida comenzó a explicarles el funcionamiento de aquella pequeña imprenta clandestina, a juzgar por sus grandilocuentes movimientos de manos y la extrema atención de los demás. Benoît fue el primero en probarla. Los otros seguían pasándose la cantimplora de vino rancio porque aquello había que festejarlo. La máquina hacía un ruido tremendo, pero no parecía importarles. En cuanto el del pañuelo comenzó a leer, sentí una nariz húmeda primero y al instante una lengua áspera en mi rodilla. Perrito, perrito, dije susurrando, y le acaricié la cabeza. Movía la cola y me empujaba con el hocico invitándome a jugar. Cogí una rama seca y la lancé lejos para que el perro fuera a buscarla y aproveché que se alejaba para salir corriendo a toda velocidad.




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